Nie fue mi primera amiga en China. Me dio muchos momentos de alegría y me apoyó cuando la distancia se hacía difícil.
Supongo, creo, pero claro, no puedo estar segura, de que ser extranjero puede ser muy fascinante al principio, durante, digamos, los primeros dos meses de estadía en un lugar nuevo. Las cosas se ven con un cristal que lo embellece todo. Por eso es que muchas veces, cuando vamos de vacaciones a otro país, nos volvemos con la sensación de «ese es mi lugar» «yo tendría que vivir ahí». Justamente porque hemos visto la cara que se le quiere mostrar a un extranjero. Pero, si uno decide quedarse más tiempo, la cosa va cambiando, y por supuesto, la percepción de aquel lugar idílico, también.
Así es como al cabo de dos meses todos los extranjeros nos convertimos en unos seres quejosos e insoportables, seres a los que los locales no quieren tener cerca, porque «seguro que este laowai (extranjero) se va a quejar de algo. Y tienen razón.
Con el correr de los meses la queja va reduciéndose, pero no desaparece. Ahora, si la queja después de unos meses, no disminuye, o va en aumento, uno tiene que entender que ese lugar, definitivamente no es para él. Así que, mi amigo, haga su valija y vuélvase silbando bajito pa sus pagos.
La verdad es que en un país extranjero, uno nunca nunca deja de ser de afuera. Eso en principio no es bueno ni malo, pero dependiendo del momento por el que estemos pasando, es bueno o malo.
Estas reflexiones me surgen en Argentina, en mi país, después de unos meses de mi regreso de China. Y recuerdo que muchas veces intenté tomar las costumbres chinas, adaptarme, esforzarme hasta el cansancio por entender. Hasta que tuve que rendirme ante la evidencia de que yo nunca iba a ser china, por más que estudiara chino 6 horas por día, por más que tratara de disfrutar todos los sabores, por más que tratara de adaptarme a sus costumbres. Yo no soy china, y eso, estando en China, a veces me molestaba, porque ponía de manifiesto todo lo que yo desconocía de aquel país.
Pero al mismo tiempo, mi condición de extranjera, me protegía. Puedo pensar en dos cosas ahora mismo, las dos están bajo el mismo techo: durante mi vida en China siempre tuve una antes desconocida sensación de seguridad y de calma. Al principio creí que se trataba solo del bajo porcentaje de crímenes que había en las ciudades en las que yo vivía. Luego me di cuenta de que tenía que ver con otra cosa:
La primera es que en las dos oportunidades en las que estuve allá, mi inserción en el país, me aseguraba una estabilidad laboral, la primera vez, y una estabilidad de vivienda e ingresos mínimos, la segunda vez. Ninguna de las dos veces me sentí afectada por la economía o la política del país. Entonces, mi situación de extranjera era en realidad una especie de escudo contra todo lo que ocurría o podría ocurrir allí.
Lo segundo, que está ampliamente relacionado con lo anterior, es la falta de un sentido de pertenencia. Mi situación nunca me permitió sentir desde adentro lo que se siente en un medio laboral chino.
Ahora, en Argentina, me doy cuenta de eso. Los problemas chinos, si bien afectaban a mis amigos, colegas, etc, eran, en última instancia, problemas chinos. Mi condición de extranjera me protegía y me permitía dormir tranquilamente.
Pero acá no soy extranjera y Argentina me da las alegrías que ningún otro país me podría dar, pero me duele como ningún otro lugar podría hacerlo. Acá no tengo ningún escudo como en China. Pero también es verdad que la sensación y la conciencia de un lugar de pertenencia solo los puedo tener acá.
En China sentía la seguridad de lo ajeno.
En Argentina tengo los sentimientos a flor de piel, porque todo me afecta.
Los dos lugares me encantan. Y aunque nunca voy a lograr pertenecer al mundo chino por completo, hago todos los días un esfuerzo por tratar de entender todo aquel universo que no conozco y que comprendo bastante poco.